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EL SARCÓFAGO DE ALUMINIO




Tom llegó a la antesala de los ascensores. Puntual como cada mañana a pesar del día otoñal de lluvia torrencial, y con los vapores del sueño todavía sin despejar. Con más resbalones de los acostumbrados y a equilibrios con el maletín, porque el servicio tenía la mala costumbre de encerar el suelo de mármol a diario, y las goteras de las gabardinas y los paraguas de los oficinistas lo habían convertido en una pista de patinaje.

La misma hora de cada día, el mismo ascensor y la misma gente. En la espera del timbrazo de llegada y mientras disimulaba buscar en el maletín unos documentos extraviados que nunca tuvo ni perdió, reparó una vez más en los habituales que esperaban junto a él. Extraños de los que no conocía ni el nombre y que apodaba en el refugio de su intimidad por el trabajo que desempeñaban. El estirado de traje impecable que siempre rezaba murmullos por la salvación de los balances de ventas, el bajito de mirada asustada con abrigo hasta las rodillas y que susurraba un tímido Buenos días, la secretaria sin edad y demasiado formal del piso de arriba, el gerente malhumorado del piso de abajo, el recién casado y compañero de empresa siempre con la corbata torcida y del que ni siquiera sabía el nombre, la insípida traductora de la distribuidora de mecanizados…

Un zumbido y las hojas de aluminio se abrieron. Tom entró como todos, con empujones formales para coger el mejor sitio en alguno de los rincones. A punto de cerrarse alguien detuvo el cierre automático, Irene la jefa del departamento octavo.

Entró como un soplo de aire fresco, con una sonrisa de cortesía repartida a los pasajeros y pisando fuerte para que todos admirasen los tacones de los zapatos nuevos y de paso las medias de seda negra que ascendían sugerentes…

Para Tom, que consideraba al ascensor una especie de sarcófago de aluminio, el silencio diplomático de los pasajeros rozaba el absurdo. Todos, incluido él, parecían concentrados en los trajines laborales pero en realidad se mordían la lengua porque deseaban chismorrear a todo trapo de los pasajeros. Atentos todos, incluido él, del menor murmullo, del más sincero carraspeo, escudriñando en el pequeño horizonte para encontrar una mirada reveladora. Pero como ninguno tenía cómplice de viaje no tenían más remedio que fisgonear de reojo y apuntar en la memoria los falsos chismes de oficinista que luego murmurarían en las tertulias de pasillo.

La presencia de Irene compartiendo el mismo espacio vital le superaba, y no solo a él, podía notar en el resto de pasajeros la misma perturbación que él padecía. Sería el perfume que engatusaba los sentidos, el resplandor cegador del maquillaje, la majestuosidad de los gestos, la poderosa personalidad que empequeñecía al resto de mortales que compartían ascensor. Tom hasta respiraba con disimulo, fuese que semejante reina se incomodara por la osadía de plebeyo.

Apenas dos días antes, Irene, Tom y el ascensor compartieron el mismo sueño. Por supuesto fue la conciencia de Tom quien manejó el argumento, y como el sueño glorioso no podía culminarse de otra manera, Irene se convirtió en la diva ardiente y desenfrenada de sus fantasías más voluptuosas, y tanto se convirtió que hasta consiguió arrancarle los botones de la camisa a mordiscos.

Estaba enamorado de ella. Sin condiciones y en absoluto secreto, con todo el empeño al que un oficinista insignificante podía aspirar sin descubrirse en la audacia o en el ridículo. Cada noche de insomnio pensaba en ella, hasta el punto en que ya no sabía si ella era la culpable de su mal sueño o si no podía conciliarlo porque pensaba en ella. Pero una vez despierto, y con la pesadilla amorosa diluida en el pozo del olvido, conseguía vengarse con creces. Así, en las tertulias de pasillo y ante otros charlatanes tan truhanes como él, conseguía mancillarla hasta convertirla en la fulana jefa del departamento octavo.

Ella nunca se fijaría en él, Tom lo sabía desde el día en que la saludó con la mejor sonrisa que pudo representar y que ella despreció esquivando la mirada con un gesto altivo propio de una reina, eso sí, le obsequió con la contemplación del cuello más hermoso que vería nunca…

Tom tenía las dos batallas perdidas, la de Irene y la de sus sentimientos, y lo sabía. Nunca podría aspirar a más osadía que soñar con ella, o a rozarla con mucha delicadeza en los apretones de ascensor. Y los sentimientos incluso habían planeado deportarla al otro lado de la frontera, la que separa el amor del odio. Pero nunca lo conseguiría porque sin pretenderlo, Tom había alzado un muro infranqueable que ni él mismo podía derribar, era el muro oscuro de la Soledad y la única luz que lo guiaba en esas tinieblas era Irene. Soltero sin familia ni amigos y sin aspiraciones a mejorar, Tom se mantenía gracias a tres hilos tan endebles que el destino ni se había preocupado en cortar: Los sueños con Irene, el café del almuerzo y el maletín desconchado que le acompañaba a todas partes.

La misma hora de cada día, el mismo ascensor y la misma gente. Pero un incidente, que todos achacaron a los cortes de luz por culpa del maldito día de otoño, sacudió el destino de todos los pasajeros del ascensor. Aunque tiempo después, todos reconocerían la mano del destino implicada en los hechos.

El frenazo inesperado sacudió a los pasajeros y por unos instantes perdieron el equilibrio y tropezaron entre sí. Serían maniobras del destino pero coincidieron en los tropiezos dos a dos, iluminados bajo la sombra escarlata del reflector de emergencia.

Fue la primera vez que vieron sonreír al gerente malhumorado mientras agarraba, pareció casual, la corbata del recién casado sin nombre. La secretaria recatada se desmelenó por un instante, también pareció casual, y aterrizó con sus enormes pechos sobre el asombrado y tímido hombrecillo del abrigo hasta las rodillas. Irene, esta vez no pareció tan casual, desplomó todo su cuerpo de mujer deseada sobre el asombrado talludo de traje impecable. Tom, desconcertado por la instantánea encarnada, recibió sobre su boca el aliento bendito de una voz que le penetró hasta las entrañas: Perdón.

Esta secuencia inesperada y absurda que ninguno de ellos hubiese imaginado ni en el sueño más caprichoso transcurrió en el curso de un parpadeo, pero fue suficiente para cambiar para siempre el destino de todos los pasajeros encerrados en el sarcófago de aluminio.

Tras el instante vergonzoso y entre murmullos que debieron de ser de disculpas pero que no consiguieron excusar nada, todos intentaron regatear las miradas picarescas de los otros y acusar con la propia. Todos quisieron inculpar al vecino pillado en la falta y así ocultar la culpa, pero todos fueron descubiertos, porque todos sintieron la fuerza instintiva que reprimían en su interior y que gracias a un ascensor desbocado habían conseguido, por fin, sacudirse.

Tom perplejo. Nadie parecía preocupado por el encierro obligado y claustrofóbico al que estaban sometidos en el sarcófago de aluminio, ni siquiera él, absorto en la escena inaudita que vivía. El gerente otrora siempre malhumorado yacía sentado en una de las esquinas junto al recién casado. Ambos sonreían, el gerente con la mano apoyada en uno de los muslos del recién casado, que por primera vez demostraba una corbata en condiciones. Junto a ellos el hombrecillo tímido se había despojado del abrigo para empercharlo sobre los hombros de la secretaria. Sin el abrigo no parecía tan bajito, y ella guarnecida en un mantón de hombre y con un mechón rebelde sobre la frente había explotado toda la sensualidad que tenía aprisionada bajo el forro de secretaria. Irene y el talludo de traje impecable confundidos en uno. De espaldas al resto, en la esquina que debería ser la más oscura, coqueteando en la intimidad compartida que solo un ascensor repleto de prisioneros puede ofrecer, pero nadie prestó atención a los extraños movimientos de la pareja porque todos estaban preocupados de sus propios asuntos.

Tom perplejo. De pie, justo en el medio de todo el pasaje, contemplado maravillado la preciosa mujer emergida en un golpe de ascensor. Perdón… Esta sola palabra en labios de la traductora había conseguido desmantelar la escasa sensatez que lo mantenía como persona. Perdón… Sí, pero Tom supo leer entre líneas, reconoció el acento irónico, el matiz cínico, el deje sarcástico, el énfasis erótico y toda una retahíla de confesiones amorosas escondidas tras el timbre mágico del canto de sirena.

En un solo segundo y con un soplo de su aliento, aquella insípida traductora había conseguido derribar para siempre el muro de soledad que Tom había cimentado en años de infortunio.

El gerente otrora siempre malhumorado y el recién casado de corbata torcida congeniaron para siempre, y lo hicieron porque uno rescató para siempre la sonrisa bondadosa que arrinconó en el baúl de la vergüenza machista y el otro porque abolió un matrimonio de conveniencia y sin amor que nunca deseó.

El hombrecillo tímido del abrigo hasta las rodillas saludó desde ese día a pleno pulmón y se vistió con los abrigos acordes a su talla que su mujer le facilitaba, ella por siempre con un mechón rebelde y con aires de mujer recién estrenada.

Irene la jefa del departamento octavo y el talludo de traje impecable fueron inseparables por siempre. Ella siguió siendo la jefa en su departamento pero ya nunca más sería la reina que todos envidiaban ni la fulana que todos deseaban, y no lo sería porque había encontrado detrás del traje impecable a un hombre que en verdad la quería como ella deseaba, como mujer que no era ni reina, ni jefa, ni por supuesto fulana.


Tashano

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