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El fantasma de Canterville



—Mucho me temo que el fantasma exista —dijo lord Canterville sonriendo—, aunque no haya aceptado todavía las ofertas de los empresarios americanos. Hace más de tres siglos que su existencia es conocida; exactamente desde el año 1584; aparece siempre que va a ocurrir una defunción en la familia.
—¡Bah! Igual hacen los médicos de cabecera, lord Canterville. Los fantasmas no existen,amigo mío, y supongo que las leyes de la Naturaleza no hacen una excepción con respecto a la aristocracia inglesa.
—Verdaderamente —dijo lord Canterville sin acabar de comprender la última observación del señor Otis—, ustedes se apasionan por la naturalidad.
Ahora bien, si no les importa tener un fantasma en casa, allá ustedes; pero recuerde que yo le he prevenido.

Unas semanas más tarde se cerró el trato, y al terminar la temporada el ministro y su familia se trasladaron al castillo de Canterville. La señora Otis, de soltera señorita Lucrecia R. Tappan (de la calle de West, núm. 53) había sido una belleza en Nueva York y aún era una mujer hermosa,de edad madura, con unos ojos y un perfi l soberbio.
Muchas americanas, cuando salen de su patria, suelen adoptar aires de persona delicada de salud, imaginándose que es una señal de distinción en Europa; pero la señora Otis no cometió nunca esta equivocación. Poseía una constitución espléndida y una gran vitalidad; en muchos aspectos era completamente inglesa, y se la hubiera podido citar como ejemplo de que Inglaterra y Estados Unidos lo tienen todo en común, menos el idioma, naturalmente.

Su hijo mayor, llamado Washington en un acceso de patriotismo paterno que él lamentaba siempre, era un muchacho de pelo rubio y buena presencia. Se había constituido en candidato a la diplomacia dirigiendo el cotillón en el casino de Newport durante tres temporadas consecutivas,y hasta en Londres tenía fama de ser un bailarínextraordinario. Sus únicos caprichos eran las gardenias y la aristocracia; por lo demás, era completamente sensato.
La señorita Virginia E. Otis, su hermana, era una muchacha de quince años, graciosa y ligera como un gamo, con un aire de ingenuidad dulce en sus grandes ojos azules. Cabalgaba maravillosamente y una vez derrotó al viejo lord Bilton por un cuerpo y medio, precisamente frente a la estatua de Aquiles, después de dar dos vueltas al parque con su jaca, lo cual entusiasmó de tal manera al joven duque de Cheshire, que inmediatamente la pidió en matrimonio. Los tutores del joven duque tuvieron que mandarlo a Eton aquella misma noche, bañado en un mar de lágrimas.
Después de Virginia venían dos gemelos, conocidos en la intimidad con el apodo de «Estrellas y Barras», porque se les veía por todas partes con este emblema. Eran dos chiquillos encantadores, y formaban, con el ministro, el único grupo verdaderamente republicano de la familia.
El castillo de Canterville está a siete millas de Ascot, la estación más cercana. El señor Otis telegrafió para que salieran a buscarlos en un coche abierto, y emprendieron la marcha con alegría.
Era una noche de julio de temperatura deliciosa y el aire estaba saturado del olor de los pinos. De cuando en cuando se oía el arrullo de las palomas con su voz dulce, y las pechugas doradas de los faisanes se divisaban entre la maraña rumorosa de los helechos. Desde las copas de las hayas las ardillas espiaban su paso, y los conejos atravesaban velozmente los matorrales con sus tiesos rabos blancos. De pronto, apenas llegados a la avenida del castillo, el cielo se encapotó y un silencio misterioso pareció invadir el ambiente; una bandada de cornejas revoloteó por encima de sus cabezas, y antes de que llegaran al castillo comenzaron a caer gruesas gotas.
Una mujer de edad vestida pulcramente de seda negra, cofi a y delantal, los recibió en la escalinata. Era la señora Umney, el ama de llaves, que seguiría en su puesto porque así lo había pedido vivamente lady Canterville. Se inclinó reverenciosamente ante la familia y dijo con la tradicional cortesía de otros tiempos:
—Sean bienvenidos los señores al castillo de Canterville.
Ellos la siguieron a través de un hermoso vestíbulo de estilo Tudor y llegaron a la biblioteca: un salón espacioso y alargado, con un ventanal con vidriera al fondo. El té estaba preparado, y después de quitarse los abrigos se sentaron todos,dirigiendo miradas de curiosidad mientras el señor Umney les servía.

Súbitamente la señora Otis clavó los ojos en una mancha de color rojo oscuro que había en el suelo, junto a la chimenea; sin fi jarse en lo que signifi caba, dijo al ama de llaves:
—Me parece que se ha derramado algo en el suelo.
—Sí, señora —dijo la señora Umney en voz baja—, se ha derramado sangre...
—¡Pero esto es terrible! —exclamó la señora Otis—. No me gustan las manchas de sangre en los salones. Hay que limpiar eso en seguida.
La anciana sonrió y añadió con la misma voz baja y misteriosa:
—Es sangre de lady Leonor de Canterville,
que fue asesinada en este lugar por su propio esposo,sir Simón de Canterville, en el año 1575. Él sobrevivió nueve años a su crimen y desapareció repentinamente en circunstancias muy misteriosas.Su cadáver no llegó a ser encontrado nunca, pero su alma en pena sigue embrujando las paredes de esta casa. La mancha de sangre ha sido admirada por muchas personas, turistas especialmente, pero no hay manera de hacerla desaparecer.
—¡Tonterías! —pensó Washington Otis—.
El quitamanchas «Campeón», fabricado por la casa Pinkerton, es capaz de borrarla en menos que canta un gallo.
Y antes de que la aterrorizada ama de llaves pudiera impedirlo, se arrodilló y frotó vigorosamente el entarimado con una sustancia de color negro parecida a una barra de cosmético. A los pocos segundos, la mancha desapareció sin dejar huellas.
—¡Ya me imaginaba que el producto Pinkerton lo haría! —exclamó triunfalmente, mirando a su asombrada familia. Pero apenas hubo pronunciado estas palabras, la estancia quedó iluminada por un relámpago terrible, y el fragor de un trueno los levantó en vilo a todos, salvo a la señora Umney, que cayó desmayada.
—¡Qué clima tan desagradable! —exclamó el ministro encendiendo tranquilamente un cigarro—.
Supongo que el país de nuestros abuelos está tan superpoblado que no hay bastante cantidad de buen tiempo para todos. Siempre he sido de la opinión que lo mejor que pueden hacer los ingleses es emigrar.
—Querido Hiram —contestó la señora Otis—, ¿qué vamos a hacer con una mujer que tiene la costumbre de desmayarse?
—Le descontaremos parte de su salario —dijo el ministro—. Verás como no volverá a repetirlo. En efecto, la señora Umney recobró el conocimiento en seguida. Sin embargo, se la veía profundamente afectada, y anunció con voz solemne que sucedería alguna desgracia inmediata en el castillo.

—Señor, he visto con mis propios ojos cosas tales que erizarían los pelos a cualquier cristiano;
durante noches y noches no he podido conciliar el sueño, a causa de los hechos increíbles que suceden aquí.
A pesar de todo, el señor Otis y su esposa aseguraron a la vieja que no temían en absoluto a los fantasmas; y la señora Umney se retiró cojeando a su habitación, después de invocar la protección de la Providencia y de hacer insinuaciones acerca de un posible aumento de salario.

1 comentarios:

Mc dijo...

Un cuento de la puta madre. Esa imagen que subiste es muy linda... es del musical que se hizo en Bs.As sobre Canterville, maravilloso